domingo, 24 de junio de 2007

El príncipe aZul, la princesa Bella y la Bruja arrugable

La mujer más perra, digo, Bella sobre la Tierra, vivía en una era donde todos creían que Dios era el centro de todo, y donde los muros de castillos se levantaban en lo alto para evitar escapes de mujeres como ella. Aquella dama, si es que así se le puede decir, era hija de la Reina Turbea, que pasaba todo el día cantando “Las flores se las lleva el río” sin preocuparse de su hija, puesto que había también (típico) una bruja, que era fea y cuando se dice fea, es porque era fea. Y la palabra fea le quedaba corta, demasiado corta. Utilizaba un rasgado vestido negro de siglos antes a esos, y uñas negras de la suciedad, enferma siempre por las ratas, con una voz que espantaba a cualquier animal sordo. Por odio, y quién sabe más, raptó a la hija de la Reina Turbea, que tenía por nombre Pierina. Dicen que cuando pensaron poner el nombre, el cielo se abrió y gritó Pierina. A la simpática y elegante princesa, la escondió en un castillo, diseñado especial y únicamente para ella, llena de cuartos y pasillos, como si fuera un vivo laberinto, con criaturas escondidas dispuestas a matar a cualquier príncipe idiota que quiera salvarla de la soledad y hacerle compañía por el resto de la eternidad.

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Y un día cuando llovía con trueno, granizo y agua, apareció (típico) un príncipe, con un traje azul y su piel blanco, poco más y transparente, cabello sol que brilla como oro y ojos sacados del mar, cabalgando como danzando sobre un, más hermoso aún, caballo blanco y pelaje abultado. Bajó frente a la gran puerta maldita del castillo en Milano, donde yacía la princesa Pierina. Alzó el pie y resbaló, cayendo sobre el excremento del caballo, mezclado con tierra y agua, manchando su envidiable traje verde, que combinaba con sus ojos. “¡Mi presentación! Uy no.” exclamó intentando limpiarse. Abrió la puerta y al dar un paso, la puerta se cerró, partiéndole la nariz. “La princesa ya no me querrá y mi mamá me matará.” Y sangraba como cascada. Al tener miedo, prefirió romper la ventana y entra donde vio un amplio, oscuro y hermoso salón, que en algún momento debió ser el cielo, pero ahora estaba lleno de telarañas, muebles rotos y lámparas caídas. Caminó hacia el centro y la araña del techo le cayó encima y el suelo se rompió haciéndolo caer en un infinito hoyo. Gritó como voz tenor de un teatro de ópera, exclamando los errores del pasado, que era mentira lo del príncipe de Génova. Al llegar al suelo, se espantó al ver esqueletos y cadáveres de humanos, animales y apestaba como barrio pobre. De pronto sus orejas se excitaron al escuchar los gritos desesperados de la bella dama (si es que así se le podía decir) Pierina. Salió de ahí, subiendo por unas escaleras laterales y comenzó a buscarla por cada cuarto en cada pasillo. La última habitación tenía número mil, y la princesa se escondía, casualmente y quizás irónicamente en el número del diablo, para que fuera imposible salvarla. Después de haber peleado, o mejor dicho huido de tantas bestias y animales desconocidos, el príncipe azul, o mejor dicho negro, porque estaba sucio y apestoso, encontró el pasillo donde escondían a la mujer más perra, digo, Bella sobre la Tierra. La puerta era un demonio vivo, movió la manija y encontró un cuarto reluciente, lleno de lámparas, ropas de seda, lino y algodón; y al fondo una cama, donde no había nadie, y se suponía que estaba la princesa. Ella estaba en el tocador, frente al espejo, bañándose en polvos mágicos para verse más bella y le dijo: “O, bella dama, princesa de la Tierra, ¿desearías ser mi Reina y gobernar el universo por el resto de la eternidad?” y la princesa volteó, lo miró de pies a cabeza, y cuando digo pies, me refiero a los pies, porque sus zapatos ya estaban desgastados y rotos de tanta escapadera. “O, príncipe, tengo un espejo, ¿quieres verlo? Para que te veas y sepas con quién hablas. Nadie ha llegado aquí, y tampoco voy a dejar llevarme por cualquier insecto sucio. Puedo esperar tres siglos más; igual no voy a dejar de ser bella.” Quedó con los ojos abiertos, se retiró cayéndose hacia atrás, puesto que se había tropezado, y la princesa se reía. “Nadie me había divertido tanto, o mejor, nunca me había reído tanto de alguien.” Y siguió riéndose. El príncipe cerró la puerta y trajo muebles de los otros cuartos y lo cerró, puso todos los objetos que pudo traer en la puerta del diablo, cerrando de tal manera el pasillo para que ni si quiera él pueda salir. Siguió caminando mientras susurraba: “Pero vas a ser vieja y arrugosa.” Tenía la esperanza de que en el último cuarto en la última torre, estuviera otra fermosa princesa que fuera menos arrogante. A medida que avanzaba, los pasillos se volvían más oscuros y sucios, con retratos de personas, cuya apariencia daba mucho que decir, y no precisamente cosas buenas. Llegó al pasillo sin continuación y vio la puerta con los cuatro números finales, cuya puerta poesía adornos de flores y rosas. Entró y vio el lugar más oscuro que podía haber, lleno de repisas con frascos que contenían líquidos de todos los colores y espesores. Y al fondo, vio una gran olla negra, encima de una fogón manipulado por un gran palo de madera en la mano de una mujer, si es que era mujer y si es que era humana, porque su apariencia decía muchas cosas contrarias. Ella daba y emanaba miedo, porque su “look” lo decía todo y hasta de más. “¿Qué haces tú aquí?¿Cómo llegaste?¿Acaso el león bestia no te comió?” Con la mirada indecisa del príncipe comentó para sí mismo: “Mejor que enfrentarlo, huirlo” y la Bruja lanzó un frasco en la olla negra, y de pronto el cuarto comenzó a apestar, no supo, a basura quemada o aún peor, sin poder describirlo. “¿Qué le hiciste a Pierina?” La bruja río: “¿A Perrina? Yo, nada, ella es así; sólo la rapté, porque odiaba a su madre. Se dejó violar por el hombre al cual yo amaba, y él se fue con ella-. Para hacerla sufrir le quité lo que ella más amaba.” Al ver tanta confusión, preguntó el príncipe:”¿Porqué Pierina tiene que casarse con un príncipe?” La Bruja comprendió lo que quiso decir y lo reprochó y prosiguió: “Puedes hacer lo que quieras y por nada del mundo obedezcas a tu madre. De por gusto vivniste” El príncipe azul, ya no negro, decidió dejar a la mujer más perra, digo, Bella sobre la Tierra, después de haber conversado con la mujer más afable, digo, Arrugable sobre la Tierra, que vivía en una era donde los hombres vestidos de mujer perseguían a los magos y hechiceras que hacían el mundo menos real. Aquella Bruja, si es que así se le debe decir, se quitó el denigrante vestido, quedando como Eva, sólo que de alguna manera como pasa, vela derretida, indicando cada arruga un año, ha vivido mucho tiempo y mucho. Entró a la olla negra, caminando hacia el décimo círculo, mientras el príncipe morado del asco y del susto se acercó para ver y oyó:"Aquí se está feliz. Aquí es donde van los feos y los negros y los prejuiciados.” Y el príncipe blanco tiró la gran olla negra y no se derramó nada, puesto que el fuego líquido había desaparecido. Decidió, entonces, irse del cuarto y regresar por el laberinto de cuartos y pasillos, de criaturas y personas, pero su memoria respectiva de príncipe engreído lo hizo olvidarse del camino por donde vino. Estuvo perdido durante dos días, y se hizo amigo de la Reina de Ajedrez, lanza-burbuja. Le dio pena, en ese momento irse, pero debía cumplir lo que debía cumplir. Lo ayudaron a encontrar el pasillo cerrado y vieron a la princesa ahora vestida de blanco y él pensó: “Ahí se está feliz. Ahí es donde van los bellos y los blancos y los perfectos. Ahí se está de hipócrita.” El príncipe le sonrió y ella, como toda una respetada dama, le respondió con el dedo. Se fue por la ventana ya rota, clavándose algunos vidrios rotos en sus pies. ¡Pobre! Y montó sobre el caballo y le dijo: “Arre”, pero no se movió. Se había muerto ahí parado esperando al jinete; sin agua ni comida, sólo tierra, pero no sobrevivió el pobre. ¡Pobre! Entonces no le quedó que regresar a pata, y cuando digo a pata, es a pata, porque no tenía zapatos, con la ropa rasgada y sucia, atravesando el oscuro bosque con ortigas como césped; con lobos como inofensivos animales y con búhos como lámparas. ¡Pobre! Cuando lo atravesó enteramente, llegó con los ojos rojos, pero de tanto llorar. El príncipe blanco, pero blanco del miedo, tocó la puerta de la primera casa de madera donde lo atendieron como a un príncipe, puesto que le dieron comida gratis y ropas elegantes. Y nunca supieron que era príncipe. Se fue directo, cruzando las montañas, a la tierra de Colón, donde lo recibieron como tal, como príncipe, disfrazado de mendigo, puesto que los ladrones de caminos lo buscaban para matarlo (eran sicarios medievales). Caminó hasta el décimo color del arco iris, donde fue feliz, no se sabe si para siempre, pero se lo deseaban todos los días. Él se olvidó de su mamá, pero su mamá no, porque los ladrones de caminos seguían preguntando por el príncipe azul, que ahora era rojo de amor.

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