miércoles, 30 de septiembre de 2009

No les he contado sobre John


Yo vivo en una ciudad, donde los árboles son un mito (no existen), porque a sus habitantes les encanta el cemento. Las calles, de cemento; los parques de cemento; las iglesias, de cemento; el arte, de cemento; la ropa, de cemento; la comida, de cemento; el amor, de cemento. Todo es de cemento. Y no hay quien me apunte con el dedo, diciendo que aquello es mentira, porque es cierto.

Y aunque no hay árboles, hay pajaritos. Hay muchos que yo sepa y conozca. Hay gorriones, golondrinas, las famosas palomas que cagan (en los carros, en las personas, en las estatuas, en las casas, etc), pajaros amarillos, azules y rojos (cuyos nombres desconozco), cuervos obviamente (donde hay lo bueno, tiene que haber lo malo), y muchas especies más (que en realidad no he visto, pero sé que existen), pero una en particular, cuyo nombre no sé, me atrae.

Es una especie, que en las tardes, entre las cinco y las siete de la tarde-noche, vuelan en lo alto, de norte a sur, como en una caravana. Es un ritual de crespúsculo. Y en las mañanas no vuelan hacia el norte, por lo cual, no sé como llegan allá. Bueno, de hecho no me he levantado tan temprano para verlos. Pero sobre las casas vuelan infinitamente. No sé sabe cómo es que hay tantas. Pero siguen volando. Y llega un momento en que ya van a terminar de volar, pero siguen volando, más y más. Y solo vuelan, porque nunca las he visto detenerse en lo más mínimo. Bueno, tampoco podrían. No hay árbol verde donde posar. Y parece que cometen un grave error: nunca vuelan en V. Por eso, se ve algunos pajaritos haciendo un esfuerzo por volar rápido y fuerte. ¡Pobres! ¿Cuándo aprenderán a volar en V?

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Esta especie de la cual les hablo es un pajarito chiquito negro. Y tiene un piquito tan bonito. Cuando abre sus alas y se los ve volar, es el mismo sentimiento cuando se ve a un niño chiquito hablar: dan ganas de decir "¡Qué tierno!"

Creo que vuelan y vuelan sin parar, porque no encuentran un árbol donde detenerse en esta ciudad de mierda. Cuando los pájaros migran, y ven esta ciudad, pasan de largo, porque ya saben que no hay dónde detenerse a disfrutar la "vista" ni el hermoso atardecer anarajando y gris contaminado. O ver a las personas insultándose unas a otras, como buenos ciudadanos que son, lógicamente.

Y como yo soy un anormal, muy anormal por cierto: tengo un jardín en mi casa. Creo que el Muy Ilustre Municipio va a mandar a los de sanidad a mi casa, para destruir el jardín que tengo. El humilde jardín con fundas plásticas, comida no terminada, porque la gente lo deja ahí. ¿Porqué? Es más que obvio que odian los jardínes y plantas, porque aman el cemento. Alaban al cemento. Sus dioses están hecho de cemento. Los altares, las ostias, el agua bendita. ¡Todo de cemento! Sólo les falta cagar cemento.

En este jardín (espero que no sea el único) hay muchas plantas, varias más que nada. Bueno, yo no puse el jardín, sino mi mamá. Hay florecitas amarillas, tulipanes, orquídeas y otras medias raras, cuyos nombres son desconocidos para mí. Y yo suelo ir al jardín (porque al parque no quiero ir) a sentarme y leer. Leer El perfume, Cien años de soledad, La cantante calva, Madame Bovary, La Iliada, El extranjero, La virgen de los Sicarios, La puta de Babilonia, Seda, Moliére, Julio Cortazár, Edgar Allan Poe, Baudelaire, Bukowsky, todo menos la biblia. Y un día cuando leía Rayuela por tercera vez, sentí un fuerte golpe en la nuca. Me viré a ver: era uno de esos pajaritos negros que vuelan en un viaje infinito. Estaba parado en mi hombro, viendome atentamente. Viendo cómo yo leía:


Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.


Y cerré el libro. Y yo emocionado lo vi. Nunca había visto uno así de cerca. Era un sueño: tener de cerca lo inalcanzable. Lo aprecié en detalle. Le vi la forma del pico. Le vi las alas. Analicé el movimiento de su cuello. No sólo vi su mirada, sino también sus ojos. Vi sus patitas grises y chiquitas. Sus garras. Sus plumas negras. Pero... este pájaro era diferente. Tenía una pluma blanca en su pecho. ¿Será que el cemento afectó su crecimiento? No sé. Pero era diferente a los demás pajaritos. No sólo por su pluma blanca, sino porque era el único que bajaba a mi jardín. Bueno, no era mío, era de mi mamá.

Pasó por las flores amarillas, y las picó. Se posó en uno de los árboles e hizo un paneo general de todo lo que había. Y yo lo seguía viendo. Detallando cada movimiento. Estaba como en una laguna mental. Para mi suerte, recuerdo todo de aquel momento. Y de pronto, como si lo hubieran llamado, levantó las alzas, saltó al aire, y se fue al sur, donde todos iban.

No lo vi, mucho tiempo después. No sabía porqué no había vuelto. Así que, pensé en una esperanza, y regresé a la pagína que estaba leyendo de Rayuela. Volvió a aparecer aquel pajarito. Y como ridículo y adefecioso que soy, le quise poner nombre, y no un nombre científico (que ellos también son ridículos y adefeciosos), así que le vi lo privado y concluí: era macho. Bueno... pensé en un nombre... Mejor fui a ver el diccionario de nombres (uno que yo tengo), y abrí el libro al azar. El primer nombre que vi le puse: John. Ese libro de nombres adefeciosos: ¡poner nombres en inglés en un diccionario en español!

Y siempre pongo aquella página para apreciar al único pajarito que posa tierra en una ciudad tan mierdosa como esta en la que vivo y de la cual les estoy contando.

Me gusta cuando me picotea. No es doloroso, sino que me da cosquillas, y sonrío porque no lo hace con salvajismo, sino como un llamado de atención. Y me picotea en la nuca, en el cuello, en la oreja, a veces en la espalda, y muy pocas en la pierna. Ha llegado a jalarme el cabello, ¡quién sabe pensando que es paja para su nido! Y yo le daba pan: para que no se fuera. Fue sin duda, una amistad de verdaderos animales.

Ya se imaginarán: todo esto sucede al atardecer, cuando los pájaritos estos vuelan al sur, a donde nadie los espera, donde nadie los ha llamado, donde la muerte los abrazará.

Llegué a querer tanto a John, que lo quise como mi mascota, como a mi perra Betina, como a mi perro Nico. ¡Ay, mi perra Betina! Cuando yo salía a comprar a la tienda de cemento, ella iba detrás mío, ¡siempre! mientras los otros perros la seguían con sus penes rosados y puntiagudos. Cuando paseaba a Nico (abreviatura de Nicolás) se meaba en todo objeto que veía, incluyendo mi pierna. John... siempre me picoteaba. Y era muy chistoso. Eran atardeceres, los cuales no se pueden olvidar. Ni con Alzheimer. Están ahí, y ahí se quedarán, porque eso fue lo único de verdad. Para mí suerte, estos recuerdos no eran de cemento.

No comprenderán el coraje que tuve cuando no encontré mi libro Rayuela encima del escritorio, al lado de la torre de cuadernos, en cuya falda hay plumas, lapices y utencilios desordenados. No lo encontré. No apareció. Ni mi libro, ni John. Compré otro, para tener esa página. Pero John nunca apareció. No volvió a picotearme. Y nunca ningún pájaro aterrizó en mi jardín. ¡Pájaros idiotas! ¿Cuándo aprenderán?

No volví a salir al jardín. Y volví a leer Cien años de soledad acostado en mi cama. Es más, ya no había razón por la cual debía salir al jardín. Igual, ya lo habían convertido en cemento, gracias a alguna vecina chismosa, o envidiosa de que yo fuera feliz en un jardín, jugando con un pajarito negro en cuyo pecho había una pluma blanca: con John.

La ciudad siguió siendo una mierda en tierra, con un bello cielo atestado de pajaritos negros, que tienen la esperanza de que crezca un árbol en medio de la mierda. Hasta mientras, sólo les queda detenerse en los cables de cemento que cuelgan entres postes de cemento para iluminar a la gente de cemento, que nunca vio a un pajarito negro posarse en un jardín, y peor aún con una pluma blanca en el pecho.

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2 comentarios:

  1. puess soy de gye y si hay arboles, lo que no hay es una cultura de jardineria

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  2. sé que hay árboles pero no los suficientes por habitantes... desde hace años está saliendo en el periódico la escasez de árboles.. Lo único con esperanza es que vayan a hacer el parque de Samanes =)

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Podeis decirme la verdac con confianza no más: