viernes, 10 de agosto de 2007

D3l Seu__U|o

El chico que estaba enamorado de quien aún no conocía, ni por nombre, ni por físico, pero que añoraba fuera pronto. Desde lo más último de su razonamiento, pensaba en momentos justos para ser compartidos, en lugares iluminados para ser poseídos; pero todo aquello desvanecía cuando recordaba que era del suelo. Y nunca nada salió de su mente y todo quedó en el universo de su imaginación, porque había algo o alguien, él no estaba seguro de recordarlo, que no le permitía a sus sueños volverse carne. Y hueso. Entonces prefirió seguir creando momentos y lugares para ser feliz, antes de recordar que era del suelo, como cuando creyó que detrás de un árbol, madera robusta y hojas bailarinas, existía una pintura de amarillo, anaranjado y rojo, con un círculo topando el horizonte del mundo, y de entre los colores salía a quién él más amaba. Y todo duraba lo mismo que oler un perfume el cual hace perder los sentidos. La pintura, después se mezclaba con el horizonte, y éste con el árbol, y todo volvíase gama de negros y un tanto de amarillo hasta ser de noche oscura sin estrellas, ni luna, ni nubes, ni nada; sólo noche oscura.

Hasta se hubo de dar cuenta que era él mismo quien destruía sus propios mundos así que decidió no recordar de dónde era; pero todo intento fue inútil, incluso en el final del razonamiento, como cuando juraba estar en un camino empiedrado y en los bordes flores de todos los colores existentes y por existir, amurallado por grandes y gigantescos árboles de todas las especies. Se encontraba en una intersección de cuatro y no sabía donde ir, porque daba igual, ninguna de las opciones parecía tener fin, cuando y de repente asomó a quién él más amaba bajo destellos de luces blancas marcas innumerables de estrellas con la luna menguante, tan brillante como no lo es, en su mano derecha; y con una sonrisa de labios rosados con dientes más blancos que el blanco movió y preguntó:

-¿De dónde eres?- sonó esa voz que hacía deleitar su oído, como creyendo alguna sinfonía, imaginando ángeles y su coro, que todo esto quedaba enterrado bajo la tierra en comparación a aquella rica voz. Y cuando pensó responder la pregunta, los árboles cayeron hacia todas direcciones provocando ruido, como si fuera un terremoto, las flores marchitaban y olían a putrefacción; paredes de ladrillos se levantaron de los caminos, y se volvieron al musgo.

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-¿Yo? Yo soy del suelo- pronunció tan valiente como tímido y orgulloso, sin sorprenderse de lo que sucedería. La luz desapareció, se apagó como apareció; la luna era una roca ni más ni menos; la sonrisa no era sonrisa era un boca de persona, era sólo una boca, y a quien más amaba, era sólo alguien ni más ni menos. Todos los colores se entremezclaron y tornaron una imagen de la cual nadie quisiera estar presente. No le quedó más que cerrar los ojos y pensar que no era feliz, que nada era verdad, y jamás lo sería, y sin duda volvería a lo demás de todos los días.

Mientras, un día, lavábase los dientes, se observó al espejo y vio sus ojos tan blancos como rojos, y sus pupilas tan negras como su soledad; y escuchó el grito de su madre mandándolo a comprar, al menos él se negó, sobre todo prefería acostarse en su cama, observar el techo y sentir cómo el tiempo pasaba hasta descubrir otro momento y lugar feliz. Ella amenazó:
-Tu padre vendrá de allá, dejará de hacer lo que está haciendo, sólo para darte
los buenos golpes que has de merecer.- pero no le importó la amenaza, y fue a
comprar, pensando que él no iba a ser el único que juraba que todo estaba bien,
y todo seguía su camino derecho.

Y viendo las calles sucias, los coches contaminando, la gente botando basura, los buses haciendo bulla y los mercaderes ambulantes gritando ofertas y suertes, vio a quién él más amaba; y las calles eran adoquinadas, los coches no habían sino bicicletas, la gente botando basura en una gran máquina limpia y cruzando el paso cebra, y los buses organizados en un sistema y los mercaderes situados en una tienda. Al menos antes de imaginar que a la gente le salían alas, con vestiduras blancas y brillantes y volaban, prefirió prometer que las casas tenían proporciones incorrectas; un gran abismo abría la calle, donde gente, ángeles y bicicletas caían, agarrados por demonios rojos y negros, tan espantosos que no desear verlos. Una ola de fuego se abría y las casas se tumbaban como si el hierro tuviera artritis, ya acababan en el suelo como naipes emanando humo negro que era demasiado. Mientras el chico seguía caminando, dábase cuenta que buses iban y venían con personas que gritaban de dolor, desesperación, lloraban de tristeza, agonía, conducidos por otro demonio; la gente se golpeaba en la calle, otros insultaban, y los niños golpeaban a sus padres, y éstos los azotaban y terminaban crucificándolos; los mercaderes obligaban al transeúnte a comprar, porque sino lo robaban, o enviaban a un sicario a matarlo, o a un hombre a violarlo. Aún el cielo iba negro por el humo de las casas se veía tronar como si fuera a haber una lluvia de tormentas sin gotas; y el sol, como su nunca fuera a aparecer. Frente a la calles, el chico se paró, y el abismo se abrió aún más alzando fuego, lava, humo, personas y demonios. Pero nada le sorprendió, todo era normal, a excepción de a quién más amaba; estaba ahí, no había cambiado nada, desde que comenzó a jurar el infierno. Seguía con todas las luces, ni una más ni una menos, como si nada más brillante existiera. El chico se quedó parado, y deseó volver a llorar, ya que recordó de dónde había venido. Ahora, al contrario, los demonios gritaban de dolor, desesperación y agonía, porque alguna personas los azotaban. En alguna esquina vio a una madre dando de fumar a su recién nacido; un padre metiendo a su hijo de diez años, borracho a un burdel. En algún poste vio a una niña no menstruada bailando con menos ropas que un pobre. Observó a un señor comiendo y cuando lo terminó no todo, le preguntó a un mendigo si quería, a lo que respondió que sí, pero el señor tiró la comida y la pisó. Juró que las mujeres discriminaban a los hombres; a los animales estudiando en las escuelas de filosofía, y a los profesores en la selva; a los políticos prometer buenas y primeras, y cumplirlas. Al menos el abismo llenaba de demonios tímidos y miedosos, que hicieron sonreír al chico, que al girar la mirada hacia a quién más amaba, no dejo de salir la luz que venía de entre el humo del cielo. Cerró los ojos y los volvió a abrir y la luz no paró. Se acercó para comprobar y le envió una mirada conjunta de sonrisa como muestra de saludo. Recibió una respuesta similar, a lo que dejó de llorar y sonrió de verdad una vez en su vida, mientras a quién más amaba se iba a dónde sabe quién. Mas mientras caminaba, la calle se volvía adoquinada, los demonios desaparecían, en la televisión todo igual: los pobres robando a los ricos, los políticos, muertos y accidentes, la niña en el poste con miedo esperando un bus, el niño entrando con su padre a la escuela, la madre dando de lactar a su recién nacido, los buses contaminando, bicicletas no había sino coches, la gente tirando basura, el humo se abría al sol, las casas se levantaban, su casa se levantó a correcta dimensión y la gente lo saludaba de hipócritas. Y sólo ahí se dio cuenta que ya conocía a quién más amaba, pero su imaginación con momentos y lugares perfectos vendaban lo que en verdad lo podía hacer «feliz». Y pudo comprobar que era del suelo.

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